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Rita Indiana, el verbo hecho música

Rita Indiana.

Asmodeo

Rita Indiana

Periférica (2024)

 

En un tiempo como el nuestro, donde los algoritmos y tentaciones marketineras condicionan tanto lo que se publica y lee —con dominio de recetas comerciales y poco imaginativas—, la aparición de un libro como Asmodeo resulta un soplo de aire limpio, y una reconciliación con esa inventiva humana que nunca podrá tener la llamada Inteligencia —¿Piratería?— Artificial, por muchas píldoras plagiarias que le embuchen sus mefistofélicos artífices para que fabrique más y más. Como si el arte pudiera fabricarse.

Su autora, Rita Indiana (Santo Domingo, 1977), ya hace mucho que pisa fuerte en el mundo de la escritura, y lo hace de la mano de la música, actividades ambas en las que ha sido ampliamente reconocida. Y que tienen un lugar de comunión inapelable en la poesía, encarnada ahora en ese pequeño demonio —un modo de diablo cojuelo— que da título a su última novela, cuyos poderes de encantamiento emergen de un hondo sentido del ritmo, un conocimiento fecundo de clásicos y modernos, y una imaginación fulgurante, manejado todo con un talento alejado de cualquier convención.  

El historial narrativo de Rita Indiana contaba ya con novelas rompedoras como La mucama de Omicunlé —y su fluctuación de tiempos, sexos y magias—, Papi —y su exploración en el mundo del narcotráfico desde los márgenes— o Hecho en Saturno —con su agria visión de los sueños utópicos—, todas recorridas por un torrente verbal insurgente y personalísimo que nos arrastra sin tregua hasta la última página, quizá por ese poder hipnótico del ritmo y la palabra, y de la huida del lugar común, y del sabor a verdad de su imaginación desbordante. Una imaginación que paradójicamente no deja de tener los pies en la tierra, y de señalar lo que pasa en las calles de un país como República Dominicana, vapuleado por su historia y sumido en una dolorosa pobreza. Un país que la autora lleva en las venas y al que rinde tributo desde su sangre y su tinta.

“No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella, algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles”, reza la cita bíblica del epígrafe inicial, aunque aquí lo que se hospeda de cuerpo en cuerpo es más bien un ángel caído, un diablito que tiene el don de la poesía y que no está contento con su “caballo”, Rudy Caraquita, un rockero un tanto decadente, que se siente acabado como creador y como hombre, y al que Asmodeo se cansa de susurrarle recuerdos y versos. Porque Rudy está vencido por “la única brujería sin antídoto: el paso del tiempo”, y a su huésped le toca migrar a otra parte, y entregarse a la búsqueda desenfrenada y rocambolesca de un nuevo caballo.

En Asmodeo veremos suceder muchas cosas, pero también es importante lo que no se nos cuenta y solo se deja traslucir entre sus páginas. La historia ocurre durante siete días —los mismos de la creación— y en un año significativo: 1992. Son los tiempos de la desmesura autocrática de Balaguer, quien fuera cortesano de Trujillo, y que gobernó más de veinte años con la astucia de simular un tiempo democrático, pero que no era más que una nueva versión del trujillismo que tan bien conocía. Las persecuciones, muertes y desapariciones por causa política continuaron con él, peor si cabe, y también las elecciones de resultados cuestionados. Ese telón de fondo se deja ver en estas páginas como una fantasmagoría siniestra, en medio del frenesí y el ruido de la vida cotidiana en la media isla.

El lenguaje de Asmodeo es un prodigio de viveza y ritmo, de espontaneidad y expresividad adictiva que hacen sentir como veraz una historia extravagante, traída y llevada entre brujas, drogas, maleficios y demonios. Y todo ello desde un sabio mestizaje en cuya diversidad caben Pasolini y The Doors, Vélez de Guevara y Los cantos de Maldoror y un sinfín de referentes más, que mezclan la bachata y el merengue, Tristes trópicos y la Orestíada, Shostakóvich y Morrison, Matos Paoli y Lorca. Idiosincrasia insular y universalidad se dan la mano mientras la autora nos seduce con su dominio de las artes de la narración, y esa habilidad para contar cómo un demonio —que raramente puede recuperar su sombra de luz alada— se desplaza entre sus caballos con cautela —a través de vómitos o charcos de sangre o una simple cucaracha—, para esquivar el riesgo de ser atrapado en un caldero por una bruja cualquiera que lo esclavice y lo obligue, por ejemplo, a amarrar amantes o enfermar a enemigos.

De resto, nos encontramos un mundo por el que transitan infinidad de personajes: la bruja Mireya —que no es caballo sino sala de espera donde ella manda, y que es hija de un torturador—, el demonio pestilente Icosiel, la bruja Sayuri —hija de Mireya y heredera de sus dones—, el joven Guinea —sobrino de un vendedor de libros viejos— o Lili la Turbia. Y en medio de todo eso está Asmodeo, un diablo desquiciado y quijotesco que nadie quiere, que ha perdido el tiempo con Rudy, tal vez porque le inspira ternura con esa cicatriz en el tórax que lo identifica como sobreviviente de “la oscura noche de la dictadura balaguerista”, y con el que ha estado escribiendo una ópera metal —cuyos versos también integran la novela, de la que es espejo—. Y entre medias, música, drogas y un fondo de referencias históricas sutiles, pero que no necesitan más para recordar la guerra del 65, los Volkswagen que secuestraban gente en pleno día o el Malecón donde Trujillo encontró la muerte. Es decir, para retratar una ciudad de fantasmas que aún pululan como almas en pena, “como en un museo de maniquíes traslúcidos”.

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El conjunto es todo un maelstrom de sensualidad, humor y movimiento, donde olores y sabores, música y ritmo, envuelven al lector en una fantasía onírica. Entre los finos hilos de la trama y de su melodía se entrevera el señalamiento de los señores de la guerra y de la violencia, esos que recurren incluso a la brujería para sustentar su poder —“pa que durase la era / todo el tiempo que duró / y ahí el Jefe lo nombró / su brujo de cabecera”—, y también la barbarie, el sufrimiento y la miseria: “hablaba del presente, de los cadáveres de los estudiantes que Rudy había visto flotar en el río Ozama, de la mueca con que la clase media evitaba los sangrientos titulares […] Trujillo había muerto para que algo más siniestro se ocupara de la media isla, una tiranía sin nombre”.

Historia y alucinación se trenzan así en una novela tejida entre fantasmagorías, embrujos, medias palabras o personajes que hablan con los muertos, todo mezclado en una danza frenética que llega a ser un modo de silencio, un manto que aleja como un exorcismo todo ese horror. Tal vez ese remolino por momentos nos puede desorientar en su vorágine ciega pero no importa, vale la pena dejarse llevar por su prosa única, su dominio de la imagen poética construida desde el habla de la calle y sin artificios, su lección de talento y de vida.

* Selena Millares es escritora, sus últimos libros son 'Lámpara de madrugada' y 'Matrioska'. También es autora de las novelas 'El faro y la noche' y 'La isla del fin del mundo'.

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